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Paulo Freire y la necesidad de provocar pensamientos emancipatorios de y desde las infancias latinoamericanas

Resumen

El capitalismo colonial/moderno negó la condición de sujeto de pensamiento a quienes, según criterios adultos y patriarcales, no disponían de razón. Por eso las infancias -y más aún las latinoamericanas- son excluidas radicales del mundo del pensamiento válido. Partiendo de ese diagnóstico, en este artículo nos hemos propuesto recuperar la originalidad del pensamiento de Paulo Freire en lo que tiene que ver con su visión sobre lo infantil y sobre las niñeces, a fin de, desde allí, engrosar una crítica al orden binario hegemónico que niega capacidad de razón a quienes ha subalternizado. Si bien es cierto que Paulo Freire dedicó su vida a pensar e intervenir en la educación de personas adultas, las cualidades niñas de su pensamiento nos invitaron a proponer un modo propositivo de nombrar el antiadutismo: perspectiva niña. Así, plantearemos la necesidad de co-producir -junto a las infancias latinoamericanas organizadas- una perspectiva niña que nos permita reinventar modos de encuentro intergeneracional para quebrantar el adultismo que oprime a las nuevas generaciones, construyendo nuevas y plurales concepciones de emancipación social. Palabras clave: perspectiva niña; Paulo Freire; infancias; adultocentrismo; colonialidad.

Infancias latinoamericanas

Desde hace ya algunas décadas, diferentes estudios en Ciencias Sociales vienen dando cuenta de que no existe una única forma de vivir la niñez. No es posible definir qué es “la” niñez, y qué comportamientos o características resultan “normales” y cuáles “anormales” (Colángelo, 2003). Dichas respuestas no las encontramos en la naturaleza, sino que son el resultado de disputas de sentido por imponer una visión particular que se erija como legítima y universal. Desde Europa autores como Ariès (1981) o Donzelot (1990), o bien desde Latinoamérica Rodriguez y Mannarelli (2007), Jackson Albarrán y Sosenski (2012), Szulc (2015), entre tantas y tantos otros, han expuesto no sólo que no existe una esencia o naturaleza infantil asociada a la fragilidad, la inocencia, la pureza, sino que dicha representación es nueva en términos históricos, pues no tiene más de 350 años (aproximadamente). Manfred Liebel (2020) va a decir que la idea moderna de infancia surge y se desarrolla en paralelo con el proceso de colonización. De aquí que la idea moderna de niñez fuera construida como una forma de conquista de un territorio extranjero, desconocido, vacío, natural e incivilizado: “el concepto de una infancia separada de la vida de los adultos, “libre” de tareas productivas, pero también marginada de la sociedad, surgió paralelamente al “descubrimiento” y a la colonización del mundo fuera de Europa” (Liebel, 2020, p. 146). Para las infancias latinoamericanas hay muchas etiquetas circulando, la mayoría de las cuales tienen una carga estigmatizante y negativa evidente. El sentido común del norte global define genéricamente a las infancias latinoamericanas como “niños pobres”, o bien, “niños sin infancia”. Desde la lógica propia del adultocentrismo, que entiende que el sentido de la niñez es una buena preparación para la vida adulta, “no tener infancia” es igual a no tener ni presente ni futuro. Si bien el adultocentrismo afecta a las niñeces de todas las clases sociales, es en los sectores populares donde se encrudece y se muestra con mayor hostilidad. Porque, como plantea Duarte Quapper, “el acceso privilegiado a bienes refuerza para jóvenes de clase alta la posibilidad de -aun en contextos adultocéntricos- jugar roles de dominio respecto, por ejemplo, de adultos y adultas de sectores empobrecidos” (2012, p. 111). En el continente más desigual del planeta, las infancias latinoamericanas son mayoritariamente infancias populares. Hablamos aquí de infancias populares (Liebel, 2021) entendiendo que el término popular, por un lado, nos remite a “la cultura de los oprimidos, las clases excluidas” (Hall, 1984, p. 9); y por otro lado, que “el principio estructurador de ‘lo popular’ son las tensiones y las oposiciones entre lo que pertenece al dominio central de la cultura de élite o dominante y la cultura de la ‘periferia’” (Hall, 1984, p. 6). Como los feminismos y las teorías de género vienen dando cuenta, la interseccionalidad constituye un abordaje imprescindible para analizar el enlazamiento de opresiones que violentan a las infancias latinoamericanas. Porque se encuentran subalternizadas según diferentes categorías que las constituyen simultáneamente: en tanto infancias, por el orden adultocéntrico; en tanto latinoamericanas, por periféricas y colonizadas. En suma, las niñeces populares latinoamericanas se encuentran, diríamos, triplemente subalternizadas. A su vez, el abajo del abajo puede ir más abajo si pensamos en las niñas latinoamericanas de sectores populares (educadas en la subordinación a los niños y en gran medida a su servicio), o en las infancias trans, o bien en las niñeces indígenas (aunque ello implica también descolonizar la matriz de intelección con la que vemos los vínculos generacionales y de género que en dichas comunidades tienen lugar), o en las niñeces afrodescendientes, o en las niñeces migrantes, etc. E incluso, estas categorías se superponen, porque algunas infancias migrantes pueden, por ejemplo, pertenecer a comunidades indígenas o ser afrodescendientes del mismo país o de otros países, etc.

Orden binario y racionalidad occidental

A las niñeces les ha sido negada su condición de sujetos de pensamiento. El sistema capitalista y colonial, adosado a una cultura fuertemente adultocéntrica y patriarcal que resalta los valores que se asocian a la adultez blanca masculinizada propietaria (racionalidad, competencia, capacidad) y desprecia todo aporte del mundo de las infancias, colabora en sostener y consolidar el estatus subordinado, oprimido y marginalizado al que vienen resultando condenadas las nuevas generaciones, y especialmente las infancias latinoamericanas. La separación cuerpo-mente formulada en la obra de René Descartes allá por el siglo XVII fue un hito que dio inicio a una ruptura ontológica fundamental para el orden capitalista colonial/ moderno que se estaba gestando (Lander, 2016: 18). Este capitalismo colonial/moderno (Quijano, 2000) impuso a sangre y fuego un nuevo orden ontológico y epistemológico: el orden binario. Dicho orden, organizado lógicamente a partir de pares conceptuales exhaustivos y mutuamente excluyentes (Maffía, 2008), es el orden del uno, de quien domina, de ese sujeto propietario, masculino, blanco y adulto al cual pasan a referirse todas las diferencias (Segato, 2018). Así, la clase, el género, la etnia y la edad constituyen cuatro grandes categorías de diferenciación y subalternización. El orden binario ha construido en torno a cada una de ellas toda una tecnología de dominio que justifica la desigualdad, erigiendo en mejor o superior el polo del par conceptual que refiere al Uno (Segato, 2018). También podríamos considerar otras categorías de opresión que se intersectan con estas y se influyen mutuamente (que aquí no abordamos por razones de extensión), como ser: el heterodoxo en sus prácticas sexuales o su autopercepción de género, quien será el otro del heteronormal; el loco, que pasará a ser el otro de quien tiene “la mente sana”; el discapacitado, que será el otro del “normal”. Este orden binario ha dominado el pensamiento occidental desde la fisura ontológica apuntada por Lander hasta hoy. Si analizamos el orden binario con lentes que busquen resquebrajar la lógica del patrón de poder moderno/colonial, veremos cómo el pensamiento occidental ha construido una matriz ontológica y epistemológica que entiende que asociado a “lo europeo” se halla la civilización, la modernidad, la ciencia, la razón, la cultura y el capital; mientras que asociado a lo “no europeo” se encuentra lo primitivo, lo tradicional, lo mágico/mítico, lo irracional, la naturaleza y el pre-capital (Quijano, 2000) Del mismo modo (continuando con el ejercicio aquí propuesto) si ahora nos ponemos los lentes anti-adultocéntricos veremos cómo la misma lógica dicotómica y jerarquizante de uno de los pares conceptuales está presente en las concepciones asociadas a la adultez y la infancia. Del lado adulto podríamos señalar su carácter público, racional, independiente, productivo (trabajo), maduro, completo; mientras que del lado infantil señalaríamos su ser privado, irracional, dependiente, improductivo (juego), inmaduro, incompleto (Liebel, 2020). Y, para terminar, si ahora miramos con lentes violetas antipatriarcales, del lado masculino hegemónico encontraríamos lo objetivo, universal, racional, abstracto, público, literal y productivo; mientras que el par binario correspondiente a lo femenino alojaría lo subjetivo, particular, emocional, concreto, privado, metafórico y reproductivo (Maffía, 2008). Como podemos ver, el “pienso, luego existo” de Descartes marcó todo el desarrollo posterior de la filosofía moderna occidental: comienzó desde allí a pensarse la naturaleza del ser humano a partir de ese yo individual que piensa, que es -como decíamos más arriba- propietario, masculino, blanco y adulto. Con este marcado sesgo, se fue construyendo un modelo de conocimiento patriarcal (Maffía, 2008) que comenzó a pensar la naturaleza humana desde el individuo aislado. Y esto implicó, además, asumir que la razón (la racionalidad) sea el principio básico para existir, para ser: ‘soy humano porque yo, individuo, razono’. Resulta sugestivo que esta fisura ontológica -invento europeo moderno- no está presente en otras culturas (Lander, 2016: 19). Y efectivamente, leyendo al maestro peruano Cussiánovich (2010) encontramos que si nos remitimos a la filosofía subyacente a las culturas andino-amazónicas, lo que funda al ser no es ni su individualidad ni su racionalidad. En las culturas andino-amazónicas la existencia es relación. Y es relación ininterrumpida. “En la relacionalidad radica la posibilidad de devenir “ente”, de ser, de existir” (Cussiánovich, 2010, p. 236). De este modo, no sólo esta cosmovisión cuestiona la racionalidad como fundamento del ser (humano), sino que además señala su carácter antropocéntrico, pues “en la relacionalidad del todo -principio holístico- radica el eje central de la comprensión de la vida, la matriz de saberes que devienen sabiduría” (Cussiánovich, 2010, p. 236). Relacionalidad significa supeditar la existencia, no sólo al vínculo intersubjetivo entre seres humanos, sino también a la relación armoniosa con la naturaleza toda, con el cosmos. De aquí que consideremos indispensable problematizar el silencio al que han sido sometidas las niñeces, preguntándonos por sus modos de conocer y por sus maneras de habitar el mundo, de ser humanidad. Negarles la condición de sujeto de pensamiento es una forma de excluirlas radicalmente, es mutilar su entidad de personas humanas. Más precisamente, es postergarla hasta el arribo a la adultez, reafirmando así el patrón adultista que define a las niñeces como “personas en vías de serlo”. En este sentido, resulta tan sorprendente como inspirador dimensionar el caudal de pensamiento antiadultista que es posible encontrar en la obra de Paulo Freire. Vayamos a ello. Freire desde una perspectiva niña1 El adultocentrismo del siglo XXI no se ha liberado de (más bien ha reforzado) las nociones generales que definen lo niño surgidas junto al capitalismo colonial/moderno. En este sentido, como señalamos más arriba, nuestras sociedades entienden a lo niño como una etapa de preparación, dependencia, escuela y juego, donde debe haber ausencia de responsabilidad y trabajo. Este modo eurocentrado de definir la infancia, y establecer una normalidad -adosada a la idea de “naturaleza infantil”-, produce no sólo la anulación de todas las formas otras de vivir la niñez, sino que además institucionaliza su patologización. Tal es así que las infancias latinoamericanas y/o de culturas no occidentales que no encajan en el modelo eurocéntrico de niñez son destinatarias o bien de sentimientos de lástima, o bien directamente encasilladas como “en riesgo”. Paulo Freire dedicó su vida a pensar e intervenir en el ámbito de la educación de personas jóvenes y adultas de sectores populares. Es decir, las niñeces no han sido el centro de sus preocupaciones. Sin embargo, esto no quiere decir que no podamos encontrar en Freire significativos aportes relacionados con la búsqueda por transformar el mundo con las infancias y valorar las contribuciones niñas en este sentido. En un trabajo que publicamos con Gabriela Magistris (Morales y Magistris, 2021) afirmamos que es posible inscribir al maestro pernambucano en una línea de pensamiento antiadultista. Si bien es cierto que dentro de las Ciencias Sociales no se habló de ni de adultocentrismo ni de antiadultismo antes de su muerte, Freire lo cuestionó, aunque sin nombrarlo de estos modos. Hacia el final de este apartado dejaremos de hablar de “antiadultismo” para transformar el “anti” por algo propositivo: una perspectiva niña. En ese trabajo sostenemos que Paulo Freire logra romper con dos definiciones adultistas de infancia: una que podríamos llamar romántica y otra negativa. Si la primera entiende a la infancia como un estadio ligado a la pureza, a la bondad, a la inocencia propia de aquello que desconoce la maldad; la segunda, entonces, la ve como instancia humana de la carencia, de la irracionalidad e irresponsabilidad, y por ende, como tabla rasa, todavía-no. Ambas concepciones de la matriz adultista consideran que la infancia es una etapa de paso, que necesita superarse con la adultez. De aquí que dicha concepción sea cancelatoria. Es decir, aunque resulte paradójico, desde esa perspectiva la infancia se realiza cuando se acaba. Por eso para el adultismo el mejor modo de ser infancia es ya no serlo, es haberlo sido (Morales y Magistris, 2021). Decimos que Freire rompe con ambas definiciones adultistas porque destierra la concepción cancelatoria de la infancia. Es decir, impugna frontalmente la idea adultista de que el sentido de la infancia es una buena preparación para la vida adulta. Freire entiende a la infancia como un modo de habitar el mundo, y por lo tanto, como una actitud que no puede ni debe restringirse a una determinada edad cronológica ni a un momento específico de la vida. Es decir, para Freire la infancia no se reduce a un tiempo delimitado con el calendario, sino que es más bien una disposición, un modo de estar, una forma de habitar el presente con toda la intensidad, curiosidad y exploración que es característica de la infancia. Por eso se puede ser niña siendo adulta, se puede ser joven siendo viejo: “Los criterios de evaluación de la edad, de la juventud o de la vejez, no pueden ser los del calendario. Nadie es viejo sólo porque nació hace mucho tiempo, o joven porque nació hace poco. Somos viejos a mozos mucho más en función de cómo pensamos el mundo, de la disponibilidad con que nos damos curiosos al saber, cuya búsqueda jamás nos cansa y cuyo hallazgo jamás nos deja inmóvilmente satisfechos. Somos mozos o viejos mucho más en función de la vivacidad, de la esperanza con que estamos siempre listos a comenzar todo de nuevo, y si lo que hicimos continúa encarnando nuestro sueño, sueño éticamente válido y políticamente necesario. (…) Vamos haciéndonos viejos en la medida en que inadvertidamente rechazamos la novedad con el argumento de que “en mi tiempo era mejor”. El tiempo para el joven de 22 años o el de 70 es el tiempo en que se vive. Es viviendo el tiempo como mejor se pueda, que lo vivo joven” (Freire, 1997, p. 74-75)

Freire nos invita a buscar mantener viva nuestra infancia en la adultez que vivamos. De hecho, él mismo sostiene que su principal virtud no fue haber escrito libros importantes, sino impedir que muera su espíritu niño: “Creo que una de las mejores cosas que he hecho en mi vida, mejor que los libros que escribí, fue no dejar morir en mí al niño que no pude ser y al niño que fui. (…) sexagenario, tengo 7 años; sexagenario, tengo 15 años; sexagenario, amo las olas del mar, adoro ver la nieve caer, parece incluso alienación. (Freire, 2016, p. 46)”. Para Freire se puede vivir infantilmente durante toda la vida. Su pensamiento, sostiene Walter Kohan, logra “afirmar la infancia como una fuerza seria que atraviesa las edades” (2020, p. 173). Por eso, el maestro pernambucano dice que con 65 años es posible amar las olas del mar con la intensidad y sensibilidad con la que lo hace un niño o una niña. Célia Linhares, en esta misma línea, sostiene que lo infantil en Freire remite tanto a una reserva de deseo, sueños y, por tanto, a aquello que aún está rodeado de misterios y posibilidades inéditas; como a la más afirmativa forma de libertad en tanto creación colectiva (Linhares, 2007). Por su parte, para Kohan lo que constituye la imagen de infancia sin edad en Freire “no podría ser más afirmativa y potente (…) es un modo de elogio, una forma de hablar bonito, (…) un deseo, un gusto, una sensibilidad para las fuerzas de la vida, como la curiosidad, el sueño y la transformación” (2020, p. 174-175). En un libro conversado, dialogado, que junto a Antonio Faundez titularon Por una pedagogía de la pregunta, Freire nos convidó una definición posible de aquello que se inviste de una cualidad “niña”: “En mi primera visita a Managua, en noviembre de 1979, hablé ante un grupo grande de educadores en el Ministerio de Educación y les dije que la revolución nicaragüense me parecía una revolución niña. No por recién “llegada”, sino por las pruebas que estaba dando de curiosidad, de inquietud, de gusto por preguntar, porque no temía soñar, porque quería crecer, crear, transformar. Dije también en aquella tarde caliente que era necesario, imprescindible, que el pueblo nicaragüense, luchando por la maduración de su revolución, no permitiese que envejeciera, matando la niña que estaba creciendo.” (Freire y Faundez, 2013, p. 221) Tomando esta definición freireana de aquello que porta una cualidad niña, afirmamos que es posible inscribir su pensamiento en una perspectiva niña. Ahora bien, ¿qué queremos decir con perspectiva niña? Lo explicaremos dando cuenta de dos aspectos complementarios.

Una perspectiva niña desde Freire

La perspectiva niña constituye al mismo tiempo a) una búsqueda de personas adultas antiadultistas y b) una necesidad del colectivo infantil. a) Asumir como personas adultas una perspectiva niña a la hora de interpretar la realidad e intervenir en ella implica hacerlo con una actitud centrada en la curiosidad, en la alegría, en el gusto por la pregunta, en la inquietud, en el deseo de saber, crear y transformar. A su vez, incorporar una perspectiva niña lleva implícita la búsqueda por desasociar a la infancia de representaciones que la ligan a lo pequeño o a aquello con menos valor; y supone fundirla en lo inacabado, en aquello que se halla en proceso de transformación permanente. Que una persona adulta intente co-producir saberes desde una perspectiva niña en nada le autoriza a dicha persona a arrogarse el derecho o la capacidad de hablar en nombre de las infancias. Una perspectiva niña no tiene que ver con que una persona adulta pueda ser “la voz de las infancias”. Eso constituiría una contradicción insalvable. Tiene que ver con buscar incorporar, en la medida de lo posible, algo del lenguaje, la epistemología, la sensibilidad y la racionalidad-relacional que portan las niñeces, de modo que podamos infantilizar freireanamente nuestra mirada y nuestro ser adulto. Es animarse al juego que nos propone Paulo Freire: mantener viva en la adultez nuestra infancia (tanto la que vivimos como aquella que no pudimos vivir), de modo que podamos desmontar a nivel micro y macro la aplastante certeza adultista de que racionalidad e infancia resultan excluyentes. Precisando un poco más: constituye una apuesta por transformar nuestra racionalidad (adulta) incorporando la sensibilidad, creatividad y afectividad infantil, de modo que podamos fecundar cuerpo y mente, razón y relación, pensamiento y sentimiento, afectividad y efectividad. b) Por otra parte, resulta indispensable que las infancias latinoamericanas puedan, en tanto sector social con intereses, reivindicaciones y demandas propias, erigirse en voceras de sí para con el resto de la sociedad (adulta) y la institucionalidad estatal. De este modo podrán ir socavando poco a poco las violencias y desigualdades propias de un vínculo intergeneracional de carácter adultocéntrico. Para ello es preciso que asumamos a las niñeces en general, y a las de sectores populares en particular, como sujetos sociales y políticos con capacidad para decidir, optar, cuestionar, soñar al igual que las personas adultas, sólo que de diferente modo. ¿Cuán a gusto se sienten las niñeces con el término infancia? Sabemos que etimológicamente significa “sin voz”, pero como afirma el Colectivo Filosofarconchicxs, se halla “pendiente una discusión pública con las niñeces respecto del tema” (2021, p. 82). Para ello, como el propio Paulo afirmara, “los niños precisan tener asegurado el derecho de aprender a decidir, cosa que solo se hace decidiendo” (Freire, 2012, p. 71). No pueden seguir siendo objeto de definición y decisión de otras personas, es necesario que participen como actores sociales protagonistas, e incidan en el escenario social general. Porque “los niños necesitan crecer ejerciendo esta capacidad de pensar, de indagarse y de indagar, de dudar, de experimentar hipótesis de acción, de programar y no sólo seguir los programas impuestos antes que propuestos” (Freire, 2012, p. 71). Y en este punto, el papel de las personas adultas es fundamental: es preciso que promovamos y acompañemos procesos que devengan en la construcción colectiva por parte de niñeces organizadas de una mirada sobre sí y el mundo. Porque si a participar se aprende, quiere decir que se puede enseñar.

“Provocar la voz” de las infancias latinoamericanas para co-producir una perspectiva niña

Rosa María Torres, en una entrevista que le hizo a Paulo Freire hacia 1985, le formuló una pregunta más o menos así: en general, el concepto de educación popular suele asociarse al mundo adulto… según su pensamiento, ¿la educación popular no estaría restringida a una práctica educativa con adultos, sino que abarcaría también la educación infantil? (Torres, 1988). Por supuesto, Freire le responde que sí, que la educación popular también abarca la educación infantil, y mencionó dos cuestiones fundamentales que aquí nos interesa recuperar. Como un primer elemento, compartiendo una experiencia protagonizada por su propia hija -Madalena- como educadora de niñeces, planteó como decisivo de una práctica de educación popular contribuir a “provocar la voz” de las infancias: “Ella está desafiando a estos niños para que ellos, a partir de su propia edad, de su propio proceso de maduración, hagan una reflexión sobre su contexto, buscando las verdaderas razones de la deficiencia de ese contexto, que tiene su explicación no en la voluntad de Dios sino en las estructuras sociales de nuestra sociedad brasileña” (Torres, 1988, p. 124). Y como un segundo elemento -al cual llega en el mismo proceso continuado de hilvanación de ideas-, Freire hizo referencia a la dimensión política: “La educación popular, a mi juicio, no se confunde ni se restringe solamente a los adultos. Yo diría que lo que marca, lo que define a la educación popular no es la edad de los educandos sino la opción política, la práctica política entendida y asumida en la práctica educativa” (Torres, 1988, p. 124). Desde una perspectiva freireana, el diálogo es el corazón de una educación emancipatoria. El diálogo nace de una matriz crítica y genera criticidad, se nutre del amor, de la humildad, de la esperanza, de la confianza entre las personas. El diálogo es una relación horizontal de A con B, significa encuentro entre seres humanos, e incluso es “condición fundamental para su verdadera humanización” (Freire, 1971, p. 178). Sólo un diálogo basado en estas características produce comunicación. Pero si para que haya diálogo “es necesario que existan condiciones de reconocimiento” (Korol, 2017, p. 22), es necesario empezar por reconocer a las infancias como interlocutoras válidas, más allá de su edad cronológica. Y, por lo tanto, valorar sus pensamientos y sus saberes. Somos las personas adultas quienes debemos aprender a comprender sus modos de comunicarse. Y para ello, como también señalara Freire, se vuelve una exigencia saber escuchar (2008). Reaprender a escuchar es decisivo para poder entablar relaciones intergeneracionales donde el diálogo sea posible: “…es escuchando como aprendemos a hablar con ellos. Sólo quien escucha paciente y críticamente al otro, habla con él, aun cuando, en ciertas ocasiones, necesite hablarle a él” (Freire, 2008, p. 107). Escuchar implica, desde ya, ir mucho más allá que la mera posibilidad auditiva de cada uno. Significa la disponibilidad permanente por parte del sujeto que escucha para la apertura al habla, al gesto e incluso a las diferencias de la persona interlocutora (Freire, 2008). Pero ojo, “la verdadera escucha no disminuye en nada mi capacidad de ejercer el derecho de discordar, de oponerme, de asumir una posición” (Freire, 2008, p. 112).

Pero, como apunta lúcidamente Lewkowicz (2011), es necesario que las niñeces no sean escuchadas “ni como hijos ni como alumnos” para que su pensamiento surja. Mucho menos como pobres. Su entera subjetividad infantil surge en tanto no se la reprima desde estos encasillamientos. A su vez, “para ver cómo piensa un niño hay que ver cómo piensa un niño entre niños, no por evitar la presencia intimidatoria del adulto, sino porque el sujeto del pensamiento niño no es este o aquel chico, sino lo que componen en el vínculo” (Lewkowicz, 2011, p. 130). De modo que, desde esta perspectiva, no piensa el niño, piensa nosotros. Muy probablemente individualizarlo sea desposeerlo como sujeto de pensamiento, dice Lewkowicz (2011, p. 130). Tanto los pensamientos como los saberes y las realidades de las infancias latinoamericanas, deben cruzar el umbral generacional y ser tenidos en cuenta por el mundo adulto de nuestras sociedades. Si es necesario lograr “justicia cognitiva” como condición para una justicia social global (Santos, 2008), entonces debemos encontrar canales y mecanismos para “traducir” gramscianamente los saberes de las niñeces de modo que sean comprensibles para el mundo adulto. Pero no se trata de saberes simples y complejos, donde lo simple remitiría a los pensamientos infantiles y lo complejo a los adultos. Sino más bien, es necesario reconocer la pluralidad y rica diversidad de saberes que habitan en el mundo de las niñeces, y muy especialmente de las populares. Traducir los saberes infantiles para dar lugar a la comprensión adulta de ellos es un “trabajo de imaginación epistemológica y de imaginación democrática” que nos permite “construir nuevas y plurales concepciones de emancipación social” (Santos, 2008, p. 104). Quizás sea condición para ello reconocer que existen “diferentes matrices de racionalidad” (Porto-Gonçalves, 2009, p. 122). Y así, impugnar la razón metonímica asumiendo una verdadera ecología de saberes (2008); donde “racionalidad” no necesariamente remita al modo eurocéntrico y adulto de entender lo racional, sino que dé lugar a formas otras de concebirla, donde la vincularidad e interdependencia que nos constituye tengan lugar.

Epílogo para nunca perder la esperanza

Como hemos intentado sostener a lo largo del artículo, partimos del problema de que nuestras sociedades adultocéntricas se privan de la contribución que las infancias pueden hacer en razón de lo que viven, piensan y sienten, pues no tienen en cuenta sus producciones, percepciones, juicios y acciones (Cussiánovich et al, 2001). Es que los pensamientos producidos por ellas no son tomados por el mundo adulto -en general- más que como ensayos, pruebas, previas demostraciones de lo que podrán hacer cuando se conviertan en personas adultas. Sus producciones creativas, su pensamiento social y político nacen y mueren en su mundo, no influyendo en la sociedad adulta más que, en el mejor de los casos, como anécdota o excepcionalidad. Las infancias latinoamericanas, en función de la situación de múltiple subalternidad en la que se encuentran, requieren de la producción intergeneracional de una perspectiva emancipatoria. Una perspectiva que sea tanto teórica como práctica, y que contribuya a fortalecer modos de encuentro intergeneracional que logren romper con el adultismo imperante. Es decir, que promueva la multiplicación de personas adultas aliadas de las luchas y reivindicaciones de las infancias, y a la vez que brinde herramientas para que florezcan colectivos de niñeces organizadas desde los cuales ellas mismas puedan expresarse y hacer oír sus voces. El pensamiento de Paulo Freire nos ha brindado fundamentos teóricos y éticos invaluables para el impulso de esto que llamamos perspectiva niña. Y lo hace con la fuerza de quien supo “corporificar sus palabras en el ejemplo” (Freire, 2008), es decir, vivir el pensamiento, actuar en coherencia con las ideas. Una perspectiva niña desde la cual batallar contra el orden binario capitalista, colonial, patriarcal y adultocéntrico, y contribuir a jerarquizar pensamientos y racionalidades otras como las que portan las infancias latinoamericanas. La gran poeta y pedagoga chilena Gabriela Mistral escribió alguna vez una famosa frase: el futuro de los niños es siempre hoy; mañana será tarde. Con esa urgencia por transformar, esperamos haber podido convidar a las personas que lean este ensayo con un poco de actitud niña: esa que no teme ni se avergüenza por soñar.

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