La profesora
Por Adolfo Estrella, sociólogo.
Un aula cualquiera. Treinta y ocho alumnos. Hace calor, mucho calor, pero no se pueden abrir las ventanas porque el ruido de la calle impediría oír. Los alumnos están inquietos, algunos incluso gritan sin razón aparente. La atmósfera es pesada. Se oye sólo un ruido, basal, informe, como viniendo desde el fondo de la tierra. Trata de hablar, trata de que alguien la escuche, trata de que algunos ojos se posen en los suyos. Pero solo consigue miradas breves, tangenciales, escurridizas. Casi imploraría que la mirasen, incluso una mirada de rabia sería preferible a esta indiferencia gélida en medio de este calor mortal.
Había aprendido que en casos como este hay que elegir algún aliado, alguien que permita hacer contacto visual y establecer en él y con él un refugio, una cabeza de playa donde guarecerse de las andanadas de la indiferencia. Pero no había nadie, estaba sola en medio de unos pequeños salvajes desbocados, disruptivos y hormonales, absolutamente ajenos a cualquier cosa que no fuera su energía expresiva a ratos creativa, a ratos destructiva. Nadie.
¿Pero, qué otras cosas pueden hacer estos niños en este lugar asfixiante, incómodo y feo? Piensa ella. ¿Qué otras cosas pueden hacer estos seres cuya constitución física y psíquica los impulsa al movimiento, al juego y al grito? ¿Por qué pretender que se queden quietos si la vida en ellos llama a la expansión anárquica, a la exploración sin límites?
La escuela tradicional es una maquina desmotivadora, lo sabe. Una máquina perfectamente engrasada para desactivar la pasión de aprender y de enseñar. La pasión por observar e inventar mundos, características de los aprendizajes espontáneos, muere o se pone cabizbaja cuando se ingresa a la instrucción escolar. La pasión de aprender es una cosa, la obligación de estudiar es otra. Rara vez los profesores logramos que ambas cosas coincidan virtuosamente, piensa. Por eso es que la historia de la escuela es la historia de insatisfacciones, de disidencias frente a la escuela tradicional ¿Es necesario recordar que el Emilio de Rousseau fue escrito en 1762? ¿O que las insatisfacciones han dado lugar a innumerables proyectos de escuelas libres, nuevas, activas etc. que coexisten más o menos pacíficamente con la escuela oficial que absorbe algunas de sus propuestas y cambia algunas cosas, pero para seguir siempre igual?
¿Por qué a un niño o a un adolescente tiene que interesarle estudiar las funciones matemáticas, la división de los tres poderes del Estado, el ciclo del agua, el past present, los verbos irregulares, la estructura atómica del hidrógeno, o el solfeo de una frase en el pentagrama? ¿Y por qué tiene que interesarles estudiar todas estas cosas separadamente, sin contexto, sin historia, sin vínculo entre ellas y sin relación con lo que les sucede todos los días? ¿Por qué esos temas que podrían ser maravillosas entradas a mundos de conocimiento se convierten en exigencias rutinarias y aburridas? ¿Y por qué el alumno deber ser permanentemente evaluado sin misericordia, medido, clasificado, certificado, incluido, excluido a partir del aprendizaje, generalmente memorístico de esas “unidades de contenido? ¿Y por qué nosotros, los docentes, tenemos que ser evaluados, por el Estado, jerarquizados, “ranquedaos” en nuestro desempeño laboral con una insistencia y brutalidad que no encontramos en ninguna otra profesión?
La escuela, en su inmensa mayoría es rutina, es aburrimiento, todo el mundo lo sabe, pero todos fingimos que es otra cosa. Por todos lados aparecen los signos de su voluntad disciplinaria, de su imperativo uniformador, de su ethos evaluador y, por lo tanto, jerarquizador. ¿En qué momento los profesores nos convertimos en evaluadores? reflexiona Carlos Skliar. ¿En qué momento la libertad alegre de la enseñanza se transmutó en el deber triste de la evaluación, de la clasificación, de la normalización, de la estandarización? ¿En qué momento nos dejamos inundar y colonizar por las palabrejas del management (competencias, liderazgo, visión, misión, calidad, excelencia…) y creímos que la escuela debería funcionar como una empresa? ¿En qué momento aceptamos la infinita división del trabajo educativo, fraccionando los saberes del aula en trozos inconexos? ¿En qué momento convertimos los saberes alegres de los niños en los saberes tristes de los adultos? ¿En qué momento los obligamos a transformar sus deslumbrantes porqués en apagados paraqués?
Todo esto sucedía, piensa, antes de que el bicho pandémico, invisible y asesino, inundara nuestras ciudades, calles, casas, oficinas y escuelas. Antes de que todo quedara patas arriba, antes de que nos confinaran, antes de que nos aislaran, antes de que nuestros vínculos se redujeran a la mínima expresión. Antes de que perdiéramos los contactos entre nosotros y con los alumnos, antes de que tuviéramos que reinventar el oficio docente, haciendo lo que podíamos con lo que teníamos, que era mucho y era poco a la vez. Antes de que, incluso, empezáramos a echar de menos esas aulas atiborradas y calurosas; antes de que comenzáramos a recordar con nostalgia nuestra soledad en esos espacios gregarios y saturados. Lo mismo que les sucedía a nuestros alumnos, la mayoría sin “conexión digital”, la mayoría pobres, muy pobres y no vulnerables sino muy vulnerados en sus dignidades y esperanzas y que tuvieron que recluirse en casas diminutas, perdiendo vínculos con sus amigos y con ello una parte de su infancia. Mientras tanto, unos políticos infames inventaban cuarentenas, controles y encierros con lógica disciplinaria más que sanitaria.
La pandemia, reflexiona, desnudó al sistema educativo y a la escuela: las mostró como era realmente, es decir, como una institución frágil, sostenida por millones de micro vínculos y voluntades individuales y grupales que se activaron, cuando el sistema entró en pánico. Los docentes, los alumnos y los padres salvamos la escuela cuando los políticos y sus técnicos, cuando los dueños, públicos y privados de las instituciones educativas, nos abandonaron a nuestra suerte. Cuando vaciaron las aulas y nos dijeron que nos arregláramos como pudiéramos. Y poco a poco comenzamos a sospechar que ya no habría normalidad a la que volver, ni vieja ni nueva, sino que nos tenían preparada una intermitencia estresante, pensada desde lógicas muy alejadas de las educativas.
La pandemia acelerará la conversión digital de todas las formas del vínculo social. Todas las expresiones del lazo social serán, cada vez más, codificadas, informatizadas y conectadas y, por lo tanto, aceleradas, con consecuencias profundas tanto en el vínculo pedagógico, alumnos/profesores, como en el vínculo laboral entre nosotros, los docentes.
La escuela ya no volverá a ser la misma: ni pedagógicamente, ni didácticamente, ni tecnológicamente, ni laboralmente, ni políticamente. La escuela intensificará su digitalización no cabe duda. Y eso será muy malo si las disciplinas y los controles en la escuela se intensifican, como sueñan los dueños del mundo y las pedagogías y didácticas sucumben al sueño de los amantes de la tecnología que ahora, por fin, encuentra su campo de acción abierto y desprotegido. Muy malo también si nos transformamos en tele-trabajadores como tantos y vendemos nuestros saberes a distancia, precarizados, agotados, aislados entre nosotros, compitiendo por puestos de trabajo intermitentes en “plataformas educativas” opacas y abstractas. Pero a lo mejor las energías de la insatisfacción con la escuela clásica pueden darle la vuelta a este destino trágico. A lo mejor las energías de la revuelta estimulan la creación de muchos proyectos de escuelas comunitarias, distintas, imaginativas y creativas. La digitalización y el aislamiento consiguiente no son inevitables. Nada de lo político es inevitable. Por ahora la batalla la van ganado ellos. Pero… ¿quién sabe?